El famoso diálogo que el periodista norteamericano Henry M. Stanley, del ‘New York Herald’, y el misionero británico David Livingstone protagonizaron al encontrarse en Ujiji (Tanganika) sigue siendo el resumen de la pregunta esencial que cada lector se hace todas las mañanas al abrir un periódico. Todavía no repuesto de su sorpresa ante la presencia en tan lejanas tierras de un hombre blanco que le llamaba por su nombre –”El doctor Livingstone, supongo”, dijo Stanley–, el misionero desaparecido en Africa preguntó a su inesperado visitante: “¿Qué pasa en el mundo?”
Uno ignora cuál fue la respuesta de Stanley, pero desde entonces la tradición de la prensa escrita, y posteriormente de los medios audiovisuales, ha llevado a la creación de géneros con estilo propio para satisfacer una curiosidad como la del misionero. Informar no es un arte, ni un apostolado, ni, menos aún, una ciencia exacta. Es, simplemente, un oficio. En su primer editorial, el 16 de diciembre de 1944, Hubert Beuve-Méry, fundador de ‘Le Monde’, definió así su trabajo: “Un nuevo diario aparece: ‘Le Monde’. Su primera ambición es suministrar al lector informaciones claras, verdaderas y, en la medida de lo posible, rápidas y completas”. Si esto fuera fácil de cumplir, la impunidad y la ignorancia no habrían hecho que la comunicación, a menudo por deméritos propios, se haya convertido en los años noventa en uno de los sectores probablemente más maltratados de la realidad social. Tanto en su ejercicio como en su análisis.
Desde que Beuve-Méry escribiera su editorial el mundo de la prensa ha conocido diversas revoluciones de consecuencias distintas. De todas las grandes transformaciones experimentadas nos quedaremos con cuatro: la dominación de los audiovisuales, las nuevas condiciones del mercado y la concentración de medios, la multiplicación de las informaciones y la era de la comunicación global. Cada uno de estos cambios ha modificado sustancialmente el trabajo del periodista y el periodismo mismo, especialmente en las dos grandes áreas de información occidentales: Norteamérica y Europa.
Pero la cuestión básica sigue siendo la misma: cómo explicar qué pasa en el mundo. Livingstone, o si se quiere, su espléndido aislamiento, ya no existe, pero millones de personas, rodeadas de información, parecen haber sido condenadas a un aislamiento no precisamente espléndido. Las revoluciones en la galaxia Gutenberg han modificado los modelos y, las más de las veces, han provocado un híbrido entre las diversas formas periodísticas de explicar qué pasa en el mundo. Este debate se remonta a los orígenes, prácticamente desde que la incipiente prensa norteamericana narrara la conquista del Oeste y la prensa europea comenzara a explicar lo ya conquistado.
¿Cabe hablar así de un modelo de prensa norteamericano o anglosajón, por una parte, y de otro europeo? Cada vez resulta más difícil dibujar las fronteras, especialmente en la era de la comunicación global, pero los dos modelos existen.
La mayoría de los tratadistas coincide en señalar que el primer ejemplar de lo más parecido a un periódico fue el ‘Niewe Tijdingen’, de Amberes (1605). De este tronco central, que estaba compuesto por unos cuadernillos que apenas contenían grabados rudimentarios, surgieron dos grandes ramas que aún tardararían más de tres siglos, es decir, hasta bien entrado el siglo XIX, en adquirir sus características actuales. La fecha de la separación entre Europa, menos Gran Bretaña (entre cuyos editores históricos se cuentan célebres e influyentes barones de prensa canadienses), y Estados Unidos, coincidiría así con el nacimiento de la prensa moderna, que además se vio acompañado por un reparto del mundo en términos informativos. No resulta aventurado hablar de un ‘Yalta informativo’ cuando las grandes agencias informativas decidieron, en 1859, delimitar sus áreas de influencia: para la francesa Havas quedaría reservada la Europa meridional, América Latina y los territorios franceses de ultramar; para la alemana Wolff, el norte y el este de Europa; para la inglesa Reuter, el imperio británico y Extremo oriente, y para la estadounidense Associated Press (AP), Norteamérica. Era el principio, cuando la noticia del asesinato del presidente Abraham Lincoln, en 1865, tardó 11 días en llegar a Europa.
Casi exactamente cien años después de esta separación, Jean Daniel, director del semanario francés ‘Le Nouvel Observateur’, afirmaba en 1966, a modo de balance: “Los Estados Unidos se han convertido en el país de la prensa (…) En Francia, el periodismo hace tiempo que está hecho por políticos que tenían necesidad de una tribuna, de hombres de negocios, de profesores y de escritores frustrados”. Y Olivier Todd, en el semanario ‘L´Express’, añadía en 1977: “La historia de los medios de comunicación condena a los socialistas a la prudencia y a la perplejidad: es sólo en los países capitalistas (Gran Bretaña, Alemania Federal, Japón y Estados Unidos) donde la prensa, la radio y la televisión, relativamente independientes del poder político, del Estado, del Gobierno, y en cierta manera del dinero que los ha creado, progresan”.
En los años noventa las diferencias se han reducido, empezando por la situación de los dos mercados. El panorama, preocupante, es básicamene el mismo: caída de los beneficios, aumento del desempleo y disminución del número de lectores. Pero el complejo de inferioridad europeo sigue patente. Para explicar las razones de este complejo hay que rebuscar en los orígenes. El mal francés al que se refería Jean Daniel, y que por extensión puede aplicarse a la mayor parte de Europa, tiene sus raíces en la prehistoria de la información, a mediados del siglo XIX. Lo que caracteriza al periodismo de la época es su menosprecio por el reportaje –en realidad, una noticia desarrollada– y su gusto por la crónica, un género que se presta más que ninguno a la introducción de comentarios personales del periodista. Una tentación que si bien debe ser evitada no es fácilmente evitable. A propósito de “los mariscales de la crónica”, como se les conocía en la época, el historiador Pierre Albert ha escrito: “Se esperaba de ellos no artículos seriamente documentados, sino ejercicios de estilo, puntos de vista originales, comentarios críticos…”
De esta manera, y durante decenios, no ha resultado exagerado para los críticos del periodismo europeo afirmar que el universo de la información continental no había superado aún su alergia por el reportaje, sus técnicas y su ética. Es decir, y pese a notables excepciones, la ideología que domina la profesión seguiría sacando sus principios y sus reglas de la crónica: gusto por la interpretación personal, el periodismo concebido como vocación antes que como oficio y el rechazo de la distinción entre opinión y hechos (información). En resumen, la puesta en entredicho del ideal de la objetividad y el rechazo del periodismo como una disciplina con sus imperativos categóricos y sus reglas.
La visión de la prensa anglosajona parecería, por el contrario, brillar con luz propia. Es cierto que ha habido, y que hay, una coincidencia general en que ambos modelos de prensa tienen el mínimo común denominador de sus respectivas prensa de calidad o de influencia. Esta prensa tiene, a pesar de las evidentes disparidades según los países, rasgos comunes que la diferencian de los periódicos denominados ‘populares’ o sensacionalistas, sector en el que también existe una línea de demarcación entre los modelos anglosajón y europeo. Pero esto está cambiando, tanto en Estados Unidos como en la Europa continental. Los diarios de influencia, sin una línea política dependiente de un partido político determinado, siguen siendo decisivos en la conformación de la opinión pública, pero ya no son los líderes de opinión indiscutibles y su antiguo monopolio debe ser ahora compartido con los medios audiovisuales. Es más, si las cosas han cambiado, las formas tampoco son las mismas. Desde un punto de vista formal las características de la prensa de influencia pasaban hasta hace poco por una tipografía austera, reducido número de fotografías, titulación sobria y publicidad poco llamativa. Todo esto también lo está cambiando la era audiovisual, tanto en Estados Unidos como en Europa.
Pero la diferencia esencial entre la prensa de calidad anglosajona y europea ha seguido siendo durante los últimos decenios la forma de explicar qué pasa en el mundo. En Estados Unidos y Gran Bretaña la norma es la distinción clara entre opinión e información. Pero esto, que no quiere decir que en Europa se ignore ya olímpicamente, tampoco significa que automáticamente se haya alcanzado el ideal de la objetividad fuera de la Europa continental. En septiembre de 1994, al anunciar un cambio de formato y de concepto, el director del diario francés ‘Libération’, Serge July, afirmó que el nuevo periódico era otra fase en la aventura iniciada en la marginalidad izquierdista y que ahora desembocaba en “el fin del diario único para el lector único”. Para rejuvenecerse, el diario parisino apostó no sólo por una modernización técnica, sino también por privilegiar la información y distinguirla mejor de lo que es la opinión. Para sus responsables, ‘Libération’ pasó así a “aburguesarse y profesionalizarse” para librarse de su vieja imagen de politizar de cualquier tema.
Otro ejemplo: en septiembre de 1994, y ante la queja de un lector, la defensora del lector del diario ‘El País’ publicó un artículo para referirse a la diferencia entre información y opinión. ‘El País’ ha establecido una clara frontera: “Los títulos de los editoriales, críticas o artículos se escribirán en cursiva para diferenciarlos de la información y el reportaje”, se dice en su libro de estilo Pero el lector argumentaba así su queja: el artículo en cuestión (con un título en redonda, propio de la información) recoge básicamente opiniones particulares de su autor, pero se presenta como una crónica o información. “Existe un exceso de juicios editorializantes sustentados sobre supuestos obtenidos a través de fuentes indeterminadas”, aseguraba. Y sentenciaba: “Se vende como información un artículo de opinión”. El autor del artículo consideró que el lector tenía razón. “Por lo tanto, el título tenía que haber sido escrito en letra cursiva”, añadió.
Cabe preguntarse, sin embargo, si, a estas alturas, la frontera entre la opinión y la información debe ser simplemente una cursiva. Que la distinción, a la hora de informar, no es fácil es cosa que viene de lejos. Para Javier Pradera, comentarista político, “la distinción resulta fácil de establecer desde un punto de vista estrictamente analítico; en líneas generales, se corresponde con la diferencia existente entre los juicios de hecho y los juicios de valor. Pero ya no resulta tan sencillo guardar esa frontera en la práctica periodística (…) La imbricación entre opinión e información sólo es claramente inaceptable cuando la primera es presentada de manera intencionada con el disfraz de la segunda”.
Los límites supuestamente claros entre hechos y opinión tampoco han hecho siempre felices a los periodistas norteamericanos. Entre 1959 y 1962 en Estados Unidos surgió un ‘nuevo periodismo’ que significó un cambio radical en la concepción del relato de la noticia. “Escriba como una novela…”, decían sus apóstoles. Bajo este lema, cuyas raíces podrían detectarse facilmente en fuentes europeas, un grupo de periodistas norteamericanos, como Tom Wolfe, Charles Bukowski, Norman Mailer o Truman Capote, partió de la base de que la información está sometida a todo tipo de manipulación (empezando por la misma selección de los hechos sobre los que se quiere informar y opinar). El resultado fue la narración de historias con calidad literaria y recreando la acción real con definiciones imaginarias. Para sus partidarios, el ‘nuevo periodismo’ surgió de los escombros de la novela tradicional, triturada ya por James Joyce, como a su vez hizo la novela en los siglos XVIII y XIX con respecto a su anterior inmediato, la epopeya. Puede ser que fuera así en Norteamérica, pero los resultados de la influencia de esta escuela entre los herederos de la tradición europea de la crónica fueron cuando menos desiguales. Los antiguos ‘mariscales de la crónica’ quedaron empequeñecidos por algunos periodistas, en ciernes o en sazón, de una generación especializada en artificios literarios.
Otra de las grandes variantes del periodismo norteamericano es el periodismo de investigación. En Estados Unidos este periodismo alcanzó una nueva dimensión a raíz de las investigaciones sobre el escándalo Watergate realizadas por Bob Woodward y Carl Bernstein para el ‘Washington Post’. El éxito de estos periodistas, que culminó con la dimisión del presidente Richard Nixon, provocó entonces un aluvión de solicitudes de matrículas en las escuelas de periodismo, tanto en Norteamérica como en Europa.
Pero el periodismo de investigación no es un modelo fácil. Su dedicación requiere una gran cantidad de conocimientos sobre las leyes y estructuras de empresas y organismos públicos, además de la capacidad de análisis de cada periodista y su aplicación correcta a los hechos. Precisamente por eso, a veces parece que en el caso español, por poner un ejemplo, se haya retenido más la música que la letra del periodismo de investigación.
El periodismo de investigación es, como afirma Clark R. Mollenhoff, premio Pulitzer de periodismo en 1957, “un fenómeno informativo que debe darse en cualquier sociedad porque todos los gobiernos y centros de poder político o social se encuentran con la corrupción que suele acompañar al poder”. Precisamente por esto, el periodismo de investigación tiene, o debería tener, un origen ético y no político. Se practica fundamentalmente como antídoto contra los abusos del poder político, pero también contra los del poder económico, que, normalmente, suelen ir juntos. Pero hay que evitar la irresponsabilidad, porque de lo contrario pone en entredicho la credibilidad y reputación de toda la prensa.
El mismo Bob Woodward, en una ironía de la historia, terminó siendo víctima de este tipo de periodismo. En 1980, cuando era redactor-jefe de ‘The Washington Post’, una de sus redactoras, Janet Cook, publicó “El mundo de Jimmy”, un reportaje sobre la vida de un niño heroinómano de 8 años. La historia se publicó en primera página el 28 de septiembre, y ganó el Pulitzer. La autora, sin embargo, tuvo que devolver el premio poco después. Todo era falso.
Dos decenios después del Watergate el panorama de la histórica separación de los periodismos norteamericano y europeo se ha modificado sustancialmente. El dominio del audiovisual, incluido el fenómeno de la televisión transnacional, ha creado nuevos problemas a la prensa escrita, pero, sobre todo, se ha impuesto como una alternativa a la letra impresa, si no desde el punto de vista empresarial, sí desde el punto de vista de cómo explicar qué pasa en el mundo. La situación económica de los medios ha cambiado radicalmente en una sociedad de la información en la que, como en cualquier sector industrial o de servicios, se han abierto las puertas a grupos industriales o financieros. Y la abundancia de información, en el otro extremo del espléndido aislamiento del doctor Livingstone, ha desembocado en una situación de abundancia: para explicar qué pasa en el mundo, lo primero es eliminar, o seleccionar, la información.
¿Cómo ha afectado esta nueva situación a los modelos históricos del periodismo occidental? No de forma diferente.
La eclosión de los medios audiovisuales se ha producido en marcos legales, culturales y políticos distintos en Norteamérica y en Europa. En el continente europeo, la existencia de poderosas televisiones y emisoras de radios públicas contrasta con el universo privado estadounidense, pero, en líneas generales, el modelo informativo televisivo se ha impuesto. Con motivo del vigésimo aniversario del escándalo Watergate, Carl Bernstein analizó así la nueva situación: “El fracaso de la prensa ha contribuido a fomentar el ‘talk-show’, que es la sustitución del debate democrático por la televisión en directo. La velocidad y la cantidad han sustituido al rigor y a la calidad. La prisa y la competencia (el miedo a la competencia) son las características dominantes. La prensa ha abdicado de su responsabilidad y la información ha sido sustituida por el espectáculo”.
Bernstein dirigió sus críticas a la prensa norteamericana, pero éstas, también con honrosas excepciones, son aplicables a Europa. El periodista Richard Harwood provocó una tormenta, poco después de la guerra del Golfo (1991), al explicar así el cambio informativo ante un conflicto que fue seguido por televisión: “La televisión se ha convertido en el primer suministrador de información; en la más potente fuerza política. Ha cambiado la naturaleza del trabajo periodístico. La cámara ha hecho de cada persona un ‘testigo de la historia’, con lo que la necesidad de un intermediario –el periodista– ha disminuido. La posición de Harwood ante el seguimiento de la guerra del Golfo por televisión –principalmente por la televisión transnacional, la norteamericana CNN en primer lugar– fue compartida en 1992 por Ignacio Ramonet, editor de ‘Le Monde Diplomatique’, para quien la aceptación de que “la historia puede ser retransmitida como pueda serlo un acontecimiento deportivo, reduce el estatus del periodista al papel de un comentarista deportivo”. Para Ramonet, “si aceptamos la premisa de que los acontecimientos son noticia sólo si van acompañadas de imágenes espectaculares, entonces el periodista dará prioridad a las noticias de accidentes, desastres y violencia, filmadas por periodistas o por amateurs, marginando hechos de importancia planetaria pero sin imágenes, como pueden ser el analfabetismo, la deuda del Tercer Mundo y diversas guerras olvidadas”.
La guerra del Golfo no ha sido el único de los grandes acontecimientos internacionales en los que la televisión –pese a la censura– marcó la pauta a seguir por la prensa escrita. El caso de la revuelta rumana que derrocó al régimen comunista de Nicolae Ceausescu es paradigmático. Las primeras escenas de horror sirvieron de base incontestable para certificar la muerte de miles de personas en Timisoara cuyos cadáveres nunca se encontraron. “La gran mentira de Timisoara”, en palabras de Ignacio Ramonet, prevaleció durante un largo tiempo merced en buena parte a la acción de los enviados especiales que al desembarcar en el lugar de los hechos optaron por no separarse de la versión más extendida. En Timisoara, como en tantos otros acontecimientos, lo más importante para los medios pareció ser “el nosotros estamos aquí” que no el explicar y analizar lo que estaba ocurriendo. En 1993, el periodista francés Jacques Lacouture afirmó en una reunión con periodistas barceloneses: “Antes el periodismo parecía una cruzada ética, ahora parece una competición deportiva para ver quién es el primero en llegar”.
Desde el punto de vista económico o empresarial la situación es paradójica. La televisión, contemplada como el enemigo común en el momento de su aparición, ha terminado siendo la tierra prometida del sector prensa. Ante las grandes inversiones que requiere la creación y sostenimiento de los medios de comunicación, pero especialmente la televisión, la irrupción en el medio de grupos financieros ha sido inevitable. La mayor parte del sistema informativo se ha visto así arrastrado hacia una lógica de concentraciones, de fusiones y de dominación. ¿Ha sido diferente el caso en Norteamérica y en Europa? En absoluto. Cada modelo tiene sus propias leyes internas que lo definen, pero esencialmente el fenómeno de la concentración está siguiendo el mismo curso a un lado y otro del Atlántico. A problemas parecidos, parecidas respuestas. Y el caso ha tenido consecuencias un tanto chocantes en una Europa barrida por el liberalismo económico anglosajón de los años ochenta. En los años noventa el sector europeo, antes reducto de irreductibles vigilantes de la concentración periodista, por considerarla preocupante para la difusión del poder, ahora la defienden con el entusiasmo del converso.
La televisión y la radio han ampliado el marco de las relaciones entre la información y el dinero. En Europa, la iniciativa de lanzar a la calle un diario ha dejado de ser considerada como un ‘proyecto cultural’ que haría las delicias de los ‘mariscales de la crónica’ para convertirse en el ‘proyecto de un producto’, como si, como afirma Jacques Lesourne, ex director de ‘Le Monde’, “no se pretendiera buscar una nueva forma de informar, sino otra forma de vender”.
¿El resultado de todas estas transformaciones experimentadas permite suponer que la histórica división de los modelos anglosajón y europeo ha terminado difuminándose bajo el ancho manto de la “aldea global” anunciada por el canadiense Marshall MacLuhan y materializada por la cadena transnacional CNN? Evidentemente, el mundo se ha hecho más pequeño y los modelos han dejado de ser compartimentos estancos. Ya no se puede hablar de un modelo anglosajón quimicamente puro, en el que la visión editorial, separada quirúrgicamente de la información, permanece por encima de de la influencia de los medios audiovisuales. Y tampoco puede decirse que la prensa europea sea un reducto de ignorantes de la diferencia entre información y opinión.
En términos económicos, la aproximación es más fácil de percibir. Desde el punto de vista empresarial, la ‘aldea global occidental’ es una suma de sociedades con experiencias similares, niveles comparables y hábitos y cohesión social comunes. Por lo tanto, en cuanto a empresas periodísticas, los modelos anglosajón y europeo continental están cada vez más cortados por el mismo patrón. Pero los sistemas de información, a pesar de las aproximaciones, siguen siendo diferentes. Indudablemente existe una influencia norteamericana en el mundo periodístico, tanto de prensa escrita como audiovisual, europeo. Es más, en cierta manera, los europeos parecen aceptar, resignados, el liderazgo norteamericano informativo. Se acepta la grandeza del periodismo anglosajón, pero existe una abierta resistencia a integrarse en un mundo periodístico occidental más homogéneo y coherente con una cultura común. ¿Por qué este rechazo en una prensa que ya no hace ascos precisamente al ‘marketing’ y que, a menudo, utiliza el término ‘híbrido’ como un eufemismo para encubrir una confusión de modelos? ¿Es que se considera que la forma anglosajona más impersonal de explicar qué pasa en el mundo viene viciada de origen? ¿O acaso se cree superior la visión personal de un columnista que ya supera en rango a los antiguos ‘mariscales de la crónica’? Para Javier Pradera, “los hechos publicados por un periódico son seleccionados y jerarquizados informativamente (en primera página o en páginas interiores, a una columna o a cuatro, en página par o impar) según criterios empapados de juicio de valor en ocasiones inconscientes”. Y Jacques Fauvet, ex director de ‘Le Monde”, ha resumido la cuestión con estas palabras: “La noticia no es un objeto, sino el producto de un juicio”.
En cualquier caso, si el doctor Livingstone volviera a desaparecer en Africa y preguntara qué pasa en el mundo, el problema ya no sería tanto saber quién le informaría, si un periodista europeo o un periodista norteamericano, sino saber si la CNN iba a transmitir el encuentro en directo.
Xavier Batalla