Ni demasiado pequeño para lo global ni demasiado grande para lo local
Los periódicos nacieron para informar sobre lo que pasa en los mundos próximo y lejano, diferenciaciones geográficas que han ido cambiando con el paso del tiempo. La ambición, pues, no era escasa. Pero desde un principio, aproximadamente a partir de la segunda mitad del siglo XIX, los periódicos modernos, no ya las gacetas portuarias, también albergaron otro objetivo no menos caro: el de cambiar el mundo. De esta manera, la prensa doctrinal, fuera conservadora, reformista o revolucionaria, aireó sus ideas sobre cómo debería funcionar el mundo. El posterior impacto de la prensa popular, que inicialmente fue una herramienta para las clases desfavorecidas, hizo necesario que la doctrina fuera sustituida por la influencia, siempre mucho más indirecta. Éste fue el origen de la prensa de calidad que entra en el siglo XXI entre los tremendos vaticinios que anuncian para un futuro nada lejano el adiós a Gutenberg.
Todos los periódicos, como le sucedía al personaje de José Luis Borges, han conocido malos tiempos. Poco es realmente nuevo en el mundo de la prensa. Ni para lo bueno ni para lo malo. Las nuevas tecnologías y sus consecuencias, profesionales y sociales, no son patrimonio exclusivo de los tiempos actuales. Siempre ha habido nuevas tecnologías que adoptar, aunque no se trataran de un chip. La rotativa fue, en su tiempo, una revolución tecnológica que multiplicó la velocidad de impresión. Y no menor fue el impacto de la linotipia, que a finales del siglo XIX y principios del siglo XX disparó la capacidad de composición. Estos dos ejemplos ilustran los casos en los que la nueva tecnología, aunque fuera controvertida para determinados intereses, ha sido una aliada de la prensa. Pero no han faltado las nuevas tecnologías que han representado todo lo contrario. La televisión y la radio ya anunciaron el fin de la hegemonía de la prensa.
Hubo un tiempo en que un periodista como Walter Lippmann podía utilizar su columna diaria como si fuera la primera CNN de la historia, es decir, era prácticamente universal. Pero ahora, a principios del siglo XXI, si ya no hay un diario que pueda decidir cómo debe cambiar el mundo, tampoco la televisión considerada tradicional puede pavonearse de ser la más decisiva entre todos los medios de comunicación existentes. La influencia, como la nostalgia, ya no es lo que era.
Los diarios de calidad, sin una línea política dependiente de un partido político determinado, siguen siendo influyentes en la conformación de la opinión pública, pero ya no son los líderes de opinión indiscutibles y su antiguo monopolio debe ser ahora compartido con los medios audiovisuales. Es más, las formas tampoco son las mismas. Desde un punto de vista formal las características de la prensa de influencia pasaban hasta hace poco por una tipografía austera, un reducido número de fotografías, una titulación sobria y una publicidad poco llamativa. Todo esto lo ha cambiado la era audiovisual.
Entre la etapa actual de la prensa y las anteriores hay, pues, similitudes. Pero también hay una gran diferencia. Antes, los capitanes de industria podían editar un diario para cambiar el mundo según su propia visión, fuera liberal, reformista o conservadora. Ahora, los diarios, por el contrario, parecen emplazados, sea cuál sea su posición en el espectro ideológico, a adaptarse al mundo, no a cambiarlo. El mundo siempre ha cambiado, como la historia. Pero los cambios tecnológicos y sociales que conocemos ahora son incomparables por sus consecuencias con cualquier otro período de la historia. La globalización, de hecho, comenzó con Cristóbal Colón, pero nunca el mundo había sido tan redondo como desde el caliente final de la guerra fría. La historia se ha acelerado y, con ella, los desafíos planteados a la prensa para informar sobre lo que pasa en un mundo profundamente cambiante.
Las reglas del juego han cambiado, así como buena parte de los actores, como demuestra la entrada en escena de intereses hasta hace bien poco ajenos a la industria de la información. Pero el reto, para la prensa de influencia o de calidad, sigue siendo el mismo. Es lógico que un diario de calidad trate de adaptarse a las posibilidades y/o necesidades de una nueva realidad. El problema es cómo. ¿Renunciando a sus armas tradicionales? ¿Asimilando las de su concurrencia popular? ¿Optando por un simple híbrido, que es lo que suele pasar cuando a falta de pan buenas son tortas?
Es evidente que, como sucedió con la rotativa, la linotipia o los videoterminales, la prensa no puede renunciar a los avances tecnológicos, incluido el color. La mayoría de los supuestos apóstoles que mantenían que el color estaba reñido con la seriedad deberían ser tachados ahora de apóstatas por los recalcitrantes. La seriedad no depende del color, como la opinión no es simplemente extensión, que la hace tediosa. Con el color, la fotografía o la infografía, tres de las características que la prensa de influencia actual ha terminado por hacer suyas, ocurre lo mismo que con el átomo: depende de cómo se utilicen.
El problema no está en la tecnología, que es una necesidad imperiosa. La clave está en el contenido, es decir, en el trabajo redaccional y en el concepto que se tenga del diario y de su visión del mundo, el próximo y el lejano. El mundo ha cambiado, pero el cometido de un diario de calidad sigue siendo el mismo, aunque los medios puedan ser distintos. ¿Hay que actuar localmente y pensar globalmente? Puede que se trate de eso. Pero hay reglas no escritas que deben seguir cumpliéndose. El lector compra un diario para que le expliquen qué pasa en el mundo, y un diario de calidad, especialmente en una sociedad como la nuestra donde la prensa escrita no tiene precisamente una legión de entusiastas seguidores, no puede defraudar a quienes ya depositan la confianza en sus columnas. Por eso un diario de calidad no puede renunciar, a diferencia de la prensa popular, a ordenar lo que ocurre en el mundo. Dicho de otra manera: las secciones deben ser sagradas porque, entre otras cosas, facilitan la identificación del lector con el diario.
Todo es susceptible de cambiar, pero el hábito o la costumbre no es algo con lo que se pueda jugar. En toda etapa de renovación, pues, habrá qué decidir cuáles son las secciones en las que el diario debe ser dividido y ordenado. Hay secciones insustituibles, pero habrá otras que, por el paso del tiempo, habrá que modificar o crear. Hay secciones troncales (Internacional, Política, Sociedad, Economía, etc) que deben prevalecer. Pero la nueva realidad exige dar entrada a nuevas secciones o subsecciones que, con periodicidad exacta u ocasional, aborden la nueva realidad. Ya no es lo mismo, por ejemplo, informar sobre la Barcelona de los años ochenta y noventa del siglo pasado que sobre la Barcelona Metropolitana, con una amplia comunidad inmigrante, plural y distinta entre sí, de principios del siglo XXI. La sociedad, suele decirse, va por delante de las leyes, lo que no deja de tener graves aspectos negativos. Y esta advertencia también vale para la prensa, que debe ampliar su objetivo, desde las historias ciudadanas a las nuevas tendencias sociales. La inmigración puede ser fuente de problemas, pero es un pozo inexplorado.
Las estadísticas que baraja el mercado periodístico estadounidense son preocupantes. La franja de la población que permanece más fiel a la prensa escrita es la que se sitúa por encima de los cuarenta años de edad. Los jóvenes, por el contrario, se alimentan por otros medios, que por si fuera poco cada día están más fragmentados. Es por eso que, cada vez que se discute sobre la renovación de un diario, la bombilla de los pensantes se enciende al llegar al capítulo de la juventud. Pero la inercia y la arrogancia suelen enterrar pronto la declaración de buenas intenciones. Como máximo, todo el esfuerzo suele traducirse en la propuesta de un producto más o menos estrambótico con el que se pretende sorprender a una juventud a la que poco parece ya sorprender.
Uno de los males de la prensa actual es su arrogancia. Hay que reconocer los errores, que suelen ser muchos, como ocurre en todas las profesiones, y también hay que dar la oportunidad de que el lector pueda participar en el diario. La interactividad, cada vez más fácil merced a las nuevas tecnologías, parece destinada a ser una de las características de la prensa de calidad del futuro, si es que se pretende seguir teniendo influencia. Hay un ejemplo que en el caso de La Vanguardia es más que un botón de muestra: la sección de cartas al director, que históricamente ha sido una de las más leídas en este diario. Esta sección, cuando se aboga por la interconexión con el lector, es la prueba de que las cosas seguirían cayendo por su propio peso aunque Newton no hubiera dado con la fórmula de la fuerza de la gravedad.
Y para rebajar la arrogancia, nada mejor que contar lo que pasa en el mundo de una manera a tono con las exigencias de los nuevos tiempos. Hoy día aún nos contentamos en la prensa española con imprimir lo que la radio y la televisión aventan el día anterior. Es un grave error en el que insistimos machaconamente. Contar en un diario actual lo que pasa en el mundo es analizar y explicar lo que ha sucedido, no describirlo. La descripción podía ser suficiente hace cuarenta años, pero no ahora. La insistencia en enunciar lo que ha pasado es una de las causas, aunque no la única, de la repetida coincidencia en los titulares de primera página en nuestra prensa.
Los mercados periodísticos como el británico, donde el análisis, el reportaje o la entrevista ha avanzado en detrimento de la noticia de agencia, muestran una saludable disparidad entre las primeras páginas de los diarios de calidad. Si la agenda la marcan las agencias informativas, la uniformidad está garantizada. Antes, cuando las primicias no parecían tan interesadas como ahora, las exclusivas podían distinguir a un diario de otro. Ahora es el análisis, el reportaje y las historias lo que distingue a un diario de sus competidores. Ésta puede parecer una verdad de Perogrullo que será fácilmente compartida por los cerebros de un diario. La historia demuestra, sin embargo, que la advertencia suele ser enviada a continuación al seno de Abraham. Y cuando no es el olvido, los buenos propósitos corren la misma suerte que tuvieron las órdenes reales cursadas a los virreyes españoles de las Indias occidentales. Es decir, las órdenes se obedecían pero no se cumplían, que no es lo mismo.
El análisis, que no es lo mismo que la opinión, es cada vez más necesario. La explicación es ahora la clave. El contar lo que pasa en el mundo ha cambiado para la prensa escrita. Hace cincuenta años, para no ser considerado un analfabeto podía ser suficiente con saber que “la l con la a quiere decir la”. Hoy día esto no es suficiente. Pues con la prensa actual pasa tres cuartos de lo mismo. La información es cara, decían los clásicos anglosajones en la era dorada de la prensa escrita. Los tiempos han cambiado y ya todo, información y opinión, es mucho más caro. Durante decenios no ha resultado exagerado para los críticos del periodismo europeo afirmar que el universo de la información continental no había superado aún su alergia por el reportaje, sus técnicas y su ética. Ahora, más que nunca, la explicación, bien con el análisis o con el reportaje, es la manera que debe tener un diario de influencia para dar un valor añadido a su información. No se trata de un impuesto, sino precisamente de dar lo que no dan los otros medios, incluidos, por supuesto, los gratuitos.
Un diario de calidad debe intentar ganarse nuevos lectores. Es lógico que así sea. Pero si esto puede resultar lógico, aún más lógico será que un diario de influencia empiece por no defraudar a los lectores que buscan la calidad en un diario. Un ciudadano sin hábito de lectura puede saciarse con el aluvión de noticias que escucha o ve en la radio y la televisión. Un ciudadano que religiosamente compra un diario no lo hará para simplemente recordar lo que ya ha podido ver o escuchar. Es por eso que muchos lectores pueden (como en el resto de estas páginas, el autor no pretende tener respuestas científicas) buscar en un diario de calidad las columnas de análisis y opinión que tratan de explicar lo que la radio y la televisión dicen que le han contado. Dicho de otra manera: la escuela de repetir insistentemente los titulares del orden de “Fulano dice” o de “Zutano afirma” está pidiendo una modernización.
Si acudimos a nuestra hemeroteca, podemos aprender bastante. Hace unos decenios, por ejemplo, los titulares de las crónicas se limitaban a constatar lo evidente. “Fraga viaja hoy a Burgos” o “Pompidou regresó ayer a París”. Desde entonces se ha arriesgado mucho, hasta el punto de titular de la siguiente forma: “Mengano dice en Burgos que…”. Algo es algo, pero no es suficiente. El trabajo de los corresponsales, que merecen un capítulo aparte, está centrados hoy, al menos en nuestra prensa, en el día a día, como si fueran los notarios de la rabiosa actualidad, habitual definición que deja entrever una imaginación tan desbordante como la de los comentaristas que se refieren a una carrera ciclista como la serpiente multicolor. Evidentemente, la actualidad siempre debe mandar, pero las crónicas, a principios del siglo XXI, tienen que ser otra cosa. No hay lector que no se pierda con cuatro crónicas consecutivas sobre el goteo de muertes en Iraq. Podrá saber el número de muertos, pero no sabrá el porqué de esas muertes. ¿Es pedir demasiado que una crónica trate de explicar los entresijos de una crisis en cuarenta líneas? Tal vez sea difícil, pero hay periódicos de calidad que lo intentan. Jean Lacouture, veterano periodista francés que un día decidió cambiar las crónicas por los libros, se quejaba hace unos años ante un grupo de periodistas barceloneses. “Antes, el diario me enviaba para que explicara un conflicto; ahora pretendían que fuera el primero en llegar”, dijo.
Y para explicarse nada mejor, para un periodista, que saber utilizar y medir el lenguaje. Lo pequeño, o corto, no siempre es bello es prensa. Pero es necesario. Si la edición tabloide de The Times no ha sido rechazada en los clubs privados londinenses, ¿por qué explicar en cien líneas lo que puede hacerse en cincuenta? De todas formas, actualmente se da una contradicción en nuestra prensa. Hay una tendencia, lógica, a reducir los textos, entre otras cosas, se dice, para facilitar la lectura. Y esto debe ser así. Pero ¿por qué, entonces, ante un acontecimiento de envergadura, se opta simplemente por la cantidad de páginas sin que se haga el esfuerzo de resumir en una pieza central lo sucedido? ¿Debe ser el lector el que haga de redactor jefe y resuma en su cabeza las doce páginas de información que se le suministra? El lector compra un diario para que le ordenen, sinteticen y expliquen lo que ha sucedido. Y a menudo se le da gato por liebre. Es decir, se hace una lectura errónea de Pulitzer, quien recomendó a los que siempre iremos detrás: “Escribe corto para que te lean y claro para que te entiendan”.
El análisis, sin embargo, no sólo se refiere al texto. De hecho, empieza con la selección de las noticias, y ésta comienza con la misma tarea de ordenar lo que pasa en el mundo, próximo y lejano, en las páginas del diario. Informar, en realidad, es seleccionar, y esta acción está en función, o debería estarlo, del concepto de diario que se pretenda. Las secciones prácticamente monográficas de algunos diarios son, de hecho, consecuencia de un proceso de selección llevado a un extremo. Tal vez un punto intermedio rinda un mejor servicio al lector. Ni la proliferación de noticias, incluidos los tradicionales breves, que a menudo sirven de coartada para decir que “también lo hemos dado”, ni el reducirlo todo a dos o tres noticias cumplen, posiblemente, con el objetivo de seleccionar y ordenar lo que pasa en el mundo.
La Vanguardia acertó hace dieciséis años con su modernización porque cambió como hubiera querido el príncipe de Lampedusa. Ahora, ante los nuevos desafíos, tiene que adaptarse pero sin renunciar a sus cualidades como diario de influencia. Antes, los periódicos se ofrecían al lector como diario de noticias y anuncios. Ahora, deben ser diarios de noticias, análisis, servicios y anuncios. Hay lectores que compran un diario como medio de información y otros como una herramienta de trabajo. No hay que defraudar ni a unos ni a otros. El ciudadano informado necesita un diario con credibilidad, capaz de separar el grano de la paja.
Pero ¿qué diario debe ser La Vanguardia en el siglo XXI: un diario local o un diario global? Debe actuar localmente y pensar globalmente. Estas son dos de las grandes características de la globalización: por una parte, la tendencia a la uniformidad, pero, por otra, también el esfuerzo identitario. Una cosa, sin embargo, no excluye a la otra, sino que están íntimamente relacionadas. La proximidad, evidentemente, marca el interés del lector. Por eso hay que actuar localmente. Es imposible comprender el mundo lejano si no se entiende el próximo. Ésta la explicación del éxito de la prensa local o comarcal de nueva planta. La competencia en este terreno, por tanto, es difícil. Pero, al mismo tiempo, La Vanguardia no debe renunciar a comprender lo lejano, ya que también es lo próximo. Hay que adaptarse a los cambios sociales, tecnológicos, generacionales y políticos de esta era. La Vanguardia no debe transmitir al lector la imagen de que es un diario aquejado de los males del Estado moderno, que para muchos resulta demasiado grande para resolver las cuestiones locales y, al mismo tiempo, es demasiado pequeño para hacer frente a los desafíos de una sociedad que es global.
XAVIER BATALLA Barcelona, agosto de 2005